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Laura Gómez, usuaria de los sueños. Por Fernando Aínsa

“Mirar es amor”, decía el poeta turco Ilhan Berk, y la mirada que despliega a su alrededor Laura Gómez Recas, está pletórica de un amor que derrama “a sangre abierta”, al decir de Ángel Guinda, en dos libros de poesía Llámame azul (Quadrivium, 2012) y en Huella de un caz (Lastura, 2014), con los que afirma una voz original exultante y comunicativa que mantiene, pese a todo, un deliberado control de sus emociones. Poesía rigurosa, atenida al “principio ordenador” del que hablaba Valery, sujeta las riendas de un estilo ceñido a la máxima que “toda poesía no es sino servidumbre” (María Zambrano), servidumbre que es —en su caso— modesta reverencia ante el objeto de su culto.

La soledad de cada uno


Ese rigor, tras el cual se adivina una cultura nutrida de buenas y bien asimiladas lecturas, la conduce a la certeza de que el poema es algo autónomo, tiene vida propia y las palabras lo son todo. Laura Gómez sigue su propio instinto, busca en la palabra el ser liberado, más allá de toda función descriptiva, porque escribir es el fruto de una labor interior y secreta. Sabe con Seferis que “la finalidad del poeta no es describir objetos, sino crearlo al nombrarlos”. Sus poemas no están hecho de sentimientos, sino de palabras que expresan algo que no podría decirse de otra manera en un lenguaje ajeno a cualquier filiación, que vale la pena aprender para domesticarlo y hacerlo suyo.

La poeta no se excede ni se abandona a un fácil y sensiblero lirismo, no es soñadora, sino, por el contrario, “usuaria de los sueños”, empeñada en sacar a la luz esa parte intangible que hay en la soledad de cada uno, y que nadie debería avasallar nunca. La poeta no busca, sino que encuentra porque sabe –con Auden– que “un poema no debe significar, sino ser”, ya que no tiene porque expresar absolutamente nada, ya que un poema –fundamentalmente– es. Se percibe en esta poesía que ha sido escrita en horas desgarradas, refleja la lucha en busca de su estilo, un deseo de liberarse de un malestar agudo mas que un intento de comunicarse.

El insano contenido de los fondos


Sin embargo esa mirada de amor no es complaciente. Laura extraña en sí misma “lo umbrío, la humedad, el insano contenido de los fondos, el lodo que se asienta bajo el puerto” (“El tétrico cariz”), intenta desasirse “del cenagal que engulle mis raíces/ del exterminio y de la tala” (“Mísera línea blanca”). Es una mirada que refleja una impotencia, la de reconocer que llega tarde a este funeral (“llego sin luto”), en la que la “guadaña hambrienta” poda amante de lo amado. Sus versos acarrean materiales extraídos de lo más profundo de un ser que no se complace en sí misma, limo existencial gracias al que puede yacer “entre las algas/ que acunan las corrientes”, envuelta en el recuerdo del amado, esperando “amante, el beso de tu muerte” (“Safo”).

En su intenso viaje por un paisaje desolado obedece a una voz interior que nadie escucha. “Presiento un destierro boca adentro/ como si una soledad/ se hiciera fuerte en mis costillas/ y el mundo entero disparara al corazón” (“Dispersa la apariencia). El abismo del que emerge Laura es explorable, porque está en su propio ser, intentando reconciliar “la verdad con el misterio” (Leopardi), sabiendo que la poesía no es racional, ya que tiende a descubrir la verdad más allá de los límites de la razón. Poesía que en definitiva es dádiva, fruto de “un momento de gracia” (Ungaretti).
“Mirar es amor” —en efecto— aunque el resultado sea insatisfactorio. “No me acabes,/ Todavía no estoy satisfecha”, nos dice en “De su ausencia” donde confiesa “toda mi sangre estalla o hierve, /relata mi vida entre tus brazos”. La poeta descubre en sí misma la cruel soledad de cuando se ama, necesita esclarecer lo que tiene de más desconocido en su interior, lo más secreto, lo más oculto, lo más único, lo indecible que hay que decir. Sabe que la poesía es una ausencia, una carencia en el corazón, vacío que hay que llenar, intersección de dos planos cuyo filo es cruelmente acerado donde se cruza el deseo y la realidad.

La poesía de los poetas


Dueña de hermosas metáforas como “Su pecho, manjar de hombre/ y despensa de su estirpe”, la poeta nos ofrece en el “Soneto de la cosedura” (a mi juicio uno de los mejores poemas de Huella de un caz ) los “lugares santos” de su universo privado donde “dedos presurosos de ternura” hilvanan en los “bastidores” del amado los hilos y la “aguja de mi sed y mi amargura”, para “hacer arder tu telar, de luz, caliente”. Lo hace, sin embargo, con “calma queda”.

La poesía de Laura Gómez Recas es “la poesía de los poetas” que Bécquer definía como “poesía natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye; desnuda de artificio”, acorde que se “se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso”.

Fernando Aínsa
Oliete, 17 de agosto 2015